Dentro de poco, el Cusco alcanzará la cima de su vida espiritual y ritual como ciudad cuando el Señor de los Temblores salga de la Catedral en procesión. Por supuesto, el arzobispo aseveraría que esto es simplemente un precursor, como parte de la Semana Santa, a la celebración católica central del nacimiento de Cristo en el domingo de Pascua.
La celebración de la Pascua, ese domingo, tiene lugar en la Iglesia y en los hogares de la ciudad donde la gente se reúne como familia, comen juntos, y miran películas sobre la vida de Cristo, como el popular Ben Hur. El lunes santo, sin embargo, la ciudad vive una vasta celebración pública que ocupa el núcleo colonial del Cusco y atrae a la gente de todas partes de la ciudad. También es un motor ritual que moviliza a la gente mucho antes de reunirse. Por ejemplo, una cantidad de recolectores se dispersa por el campo para cosechar y traer a la ciudad para vender las flores ñuqch’u que se ofrecen al Señor.
Los dos momentos principales, cuando la figura egresa de la Iglesia y justo antes de que vuelva a entrar, este último es la bendición, son poderosos en la vida del pueblo de Cusco y nos hacen pensar en la relación del pueblo con esta figura sagrada.
No quiero entrar en esta nota en la teología católica de figuras sagradas, santos y devoción. En su lugar, escribiré como observador desde el exterior.
A lo largo del año, la gente se presenta ante la imagen para hablarle y hacerle peticiones a menudo mientras deja ofrendas. Esta es una relación íntima y llena de emociones que varía de persona a persona.
Alrededor del Señor también se organiza una hermandad, una confraternidad, responsable de cuidar la figura, obtenerle vestimenta apropiada, y vestirlo. Esta fraternidad es una de las organizaciones sociales más importantes dentro de la ciudad y sus miembros provienen de muchas de sus otras instituciones centrales. Sus miembros cargan y acompañan al Señor a lo largo de la procesión y también proporcionan bandas para hacer música en el camino, una especie de liturgia extra-mural, ya que se detiene a hacer descansos y bendecir, le mudan de ropa, y personas se unen o se separan de la procesión.
Las palabras, las ofrendas, la música, el vestido, el compañerismo, las oraciones, las danzas, las velas, la comida, las flores ñuqch’u, la gente da al Señor, lo incorporan en la acción del pueblo. Cada acción de ellas es un regalo en una especie de reciprocidad generalizada, hecha con amor, compromiso y mucho sentimiento. En retorno se espera obtener la buena voluntad del Señor, su bendición para Cusco, y muchas veces bendiciones muy concretas, como la curación de algún mal o ayuda personal.
El Señor es una especie de forastero, atrapado o simplemente entretejido en la vida del pueblo de Cusco para traer vida y buena fortuna. Este enmarañamiento de forasteros, extranjeros, es una idea antigua y generalizada en los Andes, si se acepta la obra de la antropóloga Denise Arnold y otros.
A medida que cada persona ejerce su devoción en una o más de las maneras posibles, construye profundamente vínculos personales y colectivos con esta figura que entonces se convierte recíprocamente en el facilitador y garante de la vida social del Cusco. Esto sucede en conjunción con, aunque más allá de, la teología católica y las prácticas relacionadas a Jesús. Lo de la iglesia se relaciona con y aunque no contienen del todo el Señor de los temblores.
La Catedral puede albergarlo, pero no pertenece a la Iglesia sino al pueblo de Cusco. Es un signo no sólo de Cusco que lo entreteje en su vida, sino de su captura de la Iglesia, incluso más que el poder de la Iglesia sobre el Cusco.
El Lunes Santo, la pasión, el poder y la complejidad de esta devoción tomará la Plaza y las calles de la ciudad, así como los corazones y cuerpos de la mayoría de todos. Esta es una de las dos devociones culminantes del Cusco.